30.1.10

Remembering.



XII

La noche había acabado. Apenas decidimos atravesar esa barrera invisible que nos mostraba la oscuridad solitaria de la playa descubrimos un atardecer enceguecedor. Parpadeé varias veces intentando acostumbrarme a tanta luz y lo miré hacer lo mismo mientras su mano inconcientemente se aferraba cada vez más a mi vestido.


- Hacía tiempo que mis ojos no veían tal claridad – pronunció con gesto de resignación al pasar.
- Aquí estamos – la tensión que se había producido en ambos parecía alejarnos y ensimismarnos, mis pupilas buscaban frenéticas un hálito de vida en el paisaje, un indicio que me aclarara todo, una pista que me permitiera estar en paz.


Y sucedió. Mientras los ojos de él escudriñaban fascinados la puesta de sol y yo dejaba mecer mi pelo en el viento y golpearme la cara, los vimos. Pensé que él ya no los reconocería pero me equivoqué, su exclamación de exaltación fue aquello que me dio la pauta. Lo miré en su gesto de sorpresa y los volví a mirar para reafirmarlo. Eran ellos. Eran ellos, ellos, mis amigos, ellos. No lo podía creer, sentí que hacía vidas que no los veía, que el destino nos había separado infinitamente y ya no los conocía en esencia, que los vería crecidos y adultos, aplomados por una vida de trabajo y sacrificios.
Pero una vez más no estaba en lo correcto.
No parecía haber pasado más de unos días de la última vez que los había visto, y allí estaban de nuevo, sin poder verme, sin poder saber que el cuerpo me pedía correr y abrazarlos, gritarles para que me sintieran, entregarme al placer infinito de reconocernos una vez más. Era invisible. Para mis tres amigos yo ya no existía.


Y se los veía preocupados. Mientras mi mejor amiga paseaba perdida y bamboleante con lágrimas en los ojos y la pose turbada, mis amigos miraban resignados cada pequeña porción de piedra y arena. Tal vez me buscaban, tal vez sabían más que yo.
Sin poder soltarme de la mano de él, que me miraba a intervalos y evitaba enjugar sus lágrimas, los observé. Cabizbajos y en su mundo, no me verían jamás.


Hasta que lo hicieron. O por lo menos uno de ellos, quien siempre sospeché que me había amado en secreto y por respeto a mi mal de amores jamás me lo había confesado.
Él, mi mejor amigo, me miró y le devolví la mirada por varios segundos cruciales en que parecimos entendernos y detener el mundo allí, en nuestras miradas, mi mundo y el suyo en uno, en ese instante, en ese contacto. En el segundo en que todos nos miraron confundidos y creyeron inútilmente que íbamos a hablarnos, que correríamos al reencuentro, de que las lágrimas que corrían en vano en las mejillas de nosotros dos terminarían en un llanto reparador. Y no sucedió.
Bajó la mirada acusado por la curiosidad de los otros que lo observaban sin entender y se convenció de que era nada lo que había visto. Sólo alcanzó a decirles en su aturdimiento “ya no está” mientras emprendían la retirada.


Lentamente giré mi cabeza hacia donde se hallaba mi acompañante, lo veía tan turbado como él debía verme a mí y poco a poco me puse de frente para mirarlo a los ojos una vez más antes de volver a casa.


Sus manos buscaron mi cintura y la atrajeron hacia sí, mientras mis brazos inconcientemente rodeaban su cuello y se vencían en él.
Pude sentir su respiración tibia en mi oído acercándose mientras me decía por primera vez en un año:


- Te amo.


(FIN)

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