1.12.09

Errante


- ¿Hay algo que me haga peor que este olvido que envena? - pronunció al aire mientras describía círculos con la cuchara en la taza de su inacabable té.
Tal vez, tal vez y sólo tal vez estar lejos de todo era la que la hacia amarlo más que a nada. Si tan sólo se hubiera quedado allí, en su vida de siempre, en su cómoda y mediocre vida de siempre, no los sentiría, no sentiría ese vacío al pensar en todo lo que había dejado atrás. Tal vez ya no los soportaría, ni a ellos, ni a él ni a nadie. Tal vez el amor en ella sólo funcionaba con la distancia.
¿Qué hacía a miles de kilómetros de distancia? ¿Qué en ella había hablado para que se pronunciara su camino contrario a su destino y armara las valijas? ¿Qué tenía cualquiera de los países del mundo que no tuviera Argentina?

Soledad.

Allí, en Bristol, como también en Londres, en Munich, en Marbella o en Burdeos o en cualquiera de las ciudades que su errático andar apañaron, no estaban ellos. Ellos, a quienes no podía soportar más, quiénes estaba convencida que habían estancado su progreso, anulado sus sueños, convertido en un ser mediocre con aspiraciones comunes, un ser gris, sin ganas, con el intelecto consumido por un aparato de TV que funcionaba todo el dia. Ellos, su familia, su cariñoso y a la vez dominante novio, sus... amigos.
Allí estaba el quit de la cuestión. Tal vez a nadie extrañara más que a sus amigos. Quizás el no haberlos encontrado con otras caras, con otros nombres era lo que más la frustraba de su búsqueda por el mundo.
Extrañaba a los extraños miembros del club del pueblo que se juntaban por las tardes algo aislados del resto de los visitantes, en las gradas de la cancha de básquet. Extrañaba cada miembro (no eran más de diez, y cuando estaban todos), extrañaba cada tarde compartida con ellos, en el escape constante de la realidad cotidiana que la llevaba a verlos cada vez más seguido para jugar juegos de mesa, hablar por horas, filosofar con ciertas libertades a sus limitaciones, reírse, cantar.
Sólo extrañaba de todos esos años de adolescencia hostil, esos ratos de algún fin de semana en que los veía. Ni siquiera sabía bien el nombre de todos. Siempre se sintió apenas una invitada allí, una colada entre personas asombrosas, que tal vez no se parecieran a ella, pero tampoco se parecían a su familia. No se parecían a nadie que hubiera conocido jamás.

Les escribiría, como fuera... debía contactarlos. Debía conocer gente como ellos en Europa también, debería dejar de vivir en el trabajo de turno y debería asentarse en una localidad.
¿Debería asentarse?

En su andar itinerante jamás se había planteado la posibilidad de residir hasta su muerte entre la misma gente, en la misma ciudad. Tampoco se había planteado en formar una familia. Todos los hombres que sus tías y su abuela sugerían con entusiasmo se parecían a su novio, y ella siempre pensaría que todos los hombres, tras su manto de cariño y protección, escondían un ser conservador que, mediante caricias y dulces órdenes, la ataría a una cocina y a quehaceres ordinarios el resto de su vida. Ella, que desde chica se había mostrado rebelde e independiente, no creía esa versión de pueblo del amor.
No quería cargas. No quería estar atada nunca más.

Poco a poco comenzó a darse cuenta de las contradicciones de todo esto, del rechazo y la nostalgia, y empezó a plantearse lo que perder significa. Jamás había estado conforme con su vida, ni libre, ni esclava.

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