8.2.10

Estaba tu rostro a oscuras por primera vez. La penumbra no me dejaba ver más que el brillo de tus ojos mirando insistentemente mi boca, o el lugar donde creías que la tenía. Nunca antes habíamos sentido el placer de estar tan cerca y buscarnos frenéticamente, de respirarnos cerca y en cada latido sopesar ese aire caliente que pasaba entre los dos, que rozaba nuestras bocas y las envolvía en el deseo implícito de buscar a su compañera, de poseerla. Mi cabeza por instinto se ladeó hacia la derecha mientras estiraba el cuello conociendo ese peligro de tenerte cerca, cada vez más cerca. Y rocé tus labios con los míos. Y sonreíste de costado, como me gustaba a mí, y la penumbra me regaló una imagen blanca y brillante donde estaba tu boca. Nos reconocimos otra vez, tocaste mis labios con la punta de tu índice, recorriste mi cara hacia mi cuello y bajaste hasta mi espalda para llevarme más hacia vos, cada vez más cerca, decía. Y mientras en ese juego sucio de arrebatos de lujuria acariciabas mi espalda, te besé. Sentí el calor de tu aliento y la presión de tus labios carnosos en la oscuridad y nos dejamos llevar en ese mar negro y profundo de no saber bien qué hacíamos.

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