Te veo frío, irreprochable, con la mirada altiva. Te pavoneás entre la gente como si fueras un dios inalcanzable y bailás entre las multitudes sin que siquiera alguien esté cerca de tocarte.
Las puntas de mis dedos se estremecen frente a la idea de acercarse al borde de tu figura, pero saben que es imposible, que entre la gente enloquecida yo soy una más, y tal vez mis manos estén más lejos que el resto de las manos.
Pero entonces, tu voz me habla de lejos, tan cerca de mi oído que pareciera que estás sobre él, mordiéndolo despacio, intentando bajar por mi cuello mientras jugás con mi cintura, mientras el calor de tu cuerpo envuelve rápidamente al mío. Pero sólo estás hablando.
Tu voz está tan lejos que tal vez no se dirija a mí.
Pero no hay dudas que ese temblor en las cuerdas me agarra desprevenida cuando, creyéndote imposible, redescubro la tierna vulnerabilidad de la que venís y que te trae a mis pensamientos de cada cinco minutos.
Estás sólo en un vagón de tren mirando por la ventanilla, tu mirada altiva se perdió con las horas y la soledad. Nadie te está viendo y no tiene sentido calzarte los anteojos negros ni acomodarte el pelo. Te acordás de vos antes de las miradas, no es un recuerdo feliz, pero la nostalgia te obliga a clavar tus ojos en el suelo por un instante interminable.
Yo no estoy allí como testigo de tus ojos perdidos, pero el leve ritmo de palpitaciones sobre mis hombros me hacen saberte mucho mejor que si estuvieras a mi lado. Vas conmigo en el tren, y estamos yendo a verla. Su gran sonrisa es tan azul y por lo mismo tan bella y terrible que entre vos y el tren se hacen uno, renace de tu interior el verano más soleado de todos los veranos pasados y no sabés si el ser frío e independiente o si el sujeto en su interior te piden verdad, y no sabés si acaso la verdad podría ser ella.
Yo cierro los ojos por un momento, la adoración por tu vulnerabilidad pero también los celos dominan mi cuerpo. Le tomás la mano y el vos de hoy vuelve al poder. La mirada tras los anteojos puede seguir por un tiempo más. Quién querría ser débil y saberse solo, ser un poco como aquel gris sujeto de antes.
La sonrisa enorme del rostro de ella se desvanece y sus ojos claros pierden el brillo celeste que hablaba de veranos soleados. Hacés un gesto de satisfacción. El tren ya no existe y te dejó en paz.
Me obligás a que me vaya. Me recordás que nunca estuve ahí y que tu voz resuena de lejos, llegando a mis oídos, por azar, tal vez.
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
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