¿Sabés por qué lo sé? Porque tiene esa suerte de lugares preferidos (recovecos, diría yo), a lo largo de toda la ciudad. Uno se da cuenta cuando alguien siente el lugar a dónde lo está llevando, se puede presentir la proximidad en su rostro, en sus pequeñas indicaciones (como cuando al enseñarme aquel parque, inevitablemente quiso llevarme hacia su árbol, bajo su sombra de mediodía, con la cabeza expresamente mirando a la fuente pero que un poco también se vieran los niños en las hamacas). ¿Sabés por qué lo sé, también? Porque la lluvia estimula su memoria y lugares ordinarios se transforman en recovecos nuevos, y porque, aunque se queje, conoce la magia de que el lugar sea tan sólo un paraguas y cuatro zapatos embarrados.
Por esas cosas sé que su mundo existe y vive en su interior, al igual que todas aquellas cosas que aprendemos de niños y nos sentimos obligados a repetir todas las veces, como no pisar las líneas del piso o repetir todo el abecedario como si fuera una canción cuando deseamos ubicar las letras. Así de la misma manera pueril existe en él un recordatorio sobre él mismo, casi como un cliché. Lo veo sufriendo día a día el desarraigo paulatino de su mundo, a manos del otro mundo, el de las expectativas, el de las grandezas ostentosas y ficticias. Resulta entonces ser, que las almas sutiles como las nuestras son como pétalos, si uno apenas ejerce presión se destiñen y deshacen en la mano, y a los días no son más que láminas marchitas y quebradizas, despojadas vilmente de su aroma, incapaces de renacer.
Son almas como las nuestras las que viven quiescentes todos los días, para, de vez en cuando, cuando el viento sopla en la dirección indicada, emanar todo su aroma impregnante y escabullirse otra vez entre los pliegues de la ropa, pero no sin dejar a su paso la sensación de que ese alma de siempre, viva y muerta por todas las circunstancias, nos ha mostrado algo nuevo, nos ha señalado un horizonte profundo donde explorarán nuestras nuevas cavilaciones cada vez que recuerden al aroma.
Pero a veces el viento no sopla en mucho tiempo y nuestras cavilaciones se olvidan de la flor y de sus pétalos. La gente con su paso distraído de a poco va corrompiendo su existencia olvidada por nosotros, y una noche, cuando nos sentamos por primera vez después de todo el día en nuestra cama, descubrimos que la flor ha muerto y sus pétalos han sido arrancados y aplastados.
Lejos de lo que todos piensan, al menos nosotros no somos lo que hacemos. No somos lo que érraticamente llevamos a la acción para aparentar ser lo que no somos, y no somos ni siquiera nuestros planes y objetivos agolpados ansiosamente contra el portal engañoso del futuro. Tampoco somos nuestras convicciones, construcciones románticas de héroes y batallas inventadas por los siglos, surcadas por los contornos de Narciso y bendecidas por la divina trascendencia que nos ampara y nos consuela. Al final del día y sentados en la cama, descubrimos, no sin pesar y desasosiego, que sólo somos aquella flor olvidada, aquel viento de primavera y aquel aire renovado a su alrededor.
Es un pequeño escalón el que nos separa de nosotros mismos y de la felicidad de encontrarnos perennes bajo las máscaras y los cambios, cada vez, en cada esquina, en cada beso y en cada piel, en todas las sonrisas y en el calor del sol sobre nuestras espaldas.
Y sobre el escalón, la flor.
Y junto a ella, la promesa fiel de su belleza, siempre y cuando sepamos tocarla con cautela y esperar al viento que revele su voz.
...
Sentada junto a la fuente que ya es mía del parque que siempre será tuyo, confío en el viento y en dos miradas que se encuentran.
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
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