18.5.14

Errante XI



Llegó a la habitación que alquilaba en Londres desde que trabajaba en la inmobiliaria. Su paso por Bristol y el bonito departamento que allí arrendaba había sido breve, pero los extrañaba. Londres y su inmensidad no eran tanto de su agrado.

Pensó en lo irónico que sonaba esto en contraste con su vida de hacía un tiempo atrás. Recordó la emoción que había sentido cuando pisó Munich hacía algunos años y decidió que allí habría de vivir su vida hasta que el viento la llevara a otro lugar. Pensó también en la sensación estremecedora de ver por primera vez las luces de Nueva York y deslumbrarse por su cielo sin estrellas. Por alguna razón ese escalofrío excitante se había extinguido, se había ido volviendo amargo con el tiempo, con el cansancio de sus ojos acostumbrados a todas las luces de todas las grandes ciudades.
Pensó en su pueblo, algo menos de mil habitantes, sonrientes y mundanos, todos los días una rutina, excepto tal vez los domingos, que eran iguales entre sí pero distintos al resto con su siesta y asado obligatorios.

¿Algo dentro de ella extrañaba esa apacibilidad, esa previsibilidad al vivir? ¿Había abandonado su instinto voraz, sus aspiraciones enchidas, su curiosidad por explorar?

Eran las seis menos cuarto. Marc llegaría en poco más de una hora. Sus ganas de verlo se habían evaporado al instante mismo de cruzar el umbral del edificio, o tal vez nunca habían existido. Se sentó en la cama, se quitó los zapatos y miró a su alrededor. Una mesa ratona antigua soportaba la pila de libros de los que nunca se había podido desprender, además de una cafetera vieja que parecía haber estado allí desde siempre. El placard estaba abierto de par en par, pero la ropa estaba casi toda en la valija, especialmente toda aquella de noche que casi nunca usaba. Eran las seis y cinco. Tendría que apurarse en elegir alguna de las remeras que estaban allí.

Apenas abandonó su posición cavilante rumbo al armario, algo muy extraño sucedió. El teléfono fijo de su habitación comenzó a sonar alocado y Victoria llegó a darse cuenta que nadie la había llamado desde su llegada a Inglaterra. ¿Sería Marc?

- Hola, ¿Victoria? - preguntó recelosa una mujer de voz acaecida.
- Sí, ella habla, ¿quién es?
- Eh, Marga, tu tía - escuchó sin poder creerlo.
- Oh, hola... tía -
- Falleció la abuela Dolores, te llamaba para avisarte, el entierro va a ser mañana, querida - dijo sin más miramientos. ¿Por qué le comentaba la fecha del entierro? ¿Acaso estaría esperando que fuera?
- Lo siento mucho, tía. ¿Cómo fue? ¿Cómo están ustedes? - contestó Victoria automáticamente, casi sin procesar la información.
- Son cosas naturales, Victoria, tenía 88 años, se le gastó la máquina y se fue, sólo eso. No creo igual que te pese mucho a vos, que nunca fuiste capaz de venir a visitarla, ¿no?. Pero, ¿sabés qué pasa, querida? - la tía había adoptado un tono de reproche que repentinamente le había hecho revivir las razones de su partida- Te dejó la casa del campo. Espero que sepas que no te corresponde -

Y, sin más, la línea enmudeció y se escuchó el pitido del teléfono. Eran las seis y veinticinco.

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