Locura, tal vez cordura. No podía evitar mirarme una y otra vez frente al vidrio del banco, pensando en la incoherencia, en vos y yo. En cómo me mirabas ayer mientras yo te decía que me iba, que no importaba, que las cosas se estaban solucionando de a poco.
Vos no me creíste, nunca me creías.
Si yo te decía que teníamos problemas económicos, era mentira, o en todo caso; mi culpa. Si yo te decía que bueno, que todo estaba bien, entonces estábamos mal y era mejor tirarse de un precipicio. Capaz que sí, no sé, pero al fin y al cabo vos no lo hacías.
No era mi culpa que la plata no nos alcanzara, ni que el país se estuviera consumiendo, que todo estuviera en picada y nuestros fondos allí, congelados en una cuenta fría del banco.
"Tampoco era su culpa" pienso mientras me voy, caminando a paso lento, dejando que el invierno pasee entre mis piernas y me aje las manos y los sesos; "No, no es tampoco culpa de mi viejo, ni de mis hijos, ni de nadie".
Pero eso no te habilitaba a estar loca, querida, ni a decirme que hacer. Algún día lo podrías haber entendido, supongo.
Mientras pienso, una hoja cae culpable sobre mí rostro, abriendo la herida que casi sanaba en mi mejilla; "mierda, ahora voy a tener que limpiar más sangre".
Odio la sangre, pero vos estabas loca mi amor; y aunque hubiera sido mejor que te tiraras de un precipicio, tuve que matarte.
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
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