15.06.2008
Estaba cansada, teniendo uno de los días mas agitados de mi vida entre miles de trabajos prácticos, exposiciones y cartulinas. Que muy bien por acá y un poco de lección floja por allá, el día se me estaba yendo frente a una jungla de estudiantes y la mirada estricta de alguna profesora. No recordaba día menos divertido y todavía faltaba una materia más.
Pasó el recreo, pasaron las cientos de caras conocidas frente a mí, el barullo y el olor a invierno, calefactor y chocolate. Y entré al salón sola y lento. Me estaba aburriendo bastante con mi mejor amiga resfriada en su casa y estaba segura que hasta la semana que viene no vendría.
Y entonces pasó algo interesante para mis ojos dormidos y mi cefalea. Un compañero nuevo, a mitad de año. Y la profesora de inglés lo presentó tal como suele pasar en las escuelas estadounidenses que uno ve en las películas. Lo tuvo al lado de ella, agarrado por los hombros, dijo su nombre y el motivo de su presencia en la escuela, nos recomendó que lo integráramos y algunas otras cosas que no me interesó escuchar. Era un chico alto y flaco, de un rubio casi blanco y facciones refinadas, parecía mucho más grande que todos los demás. En un paneo rápido intuí que su familia tenía dinero y que debía ser bastante malcriado, y que indudablemente se acercaría al grupo más afín del curso, ese lleno de chicos y chicas engreídos y adinerados. Qué molesto.
La profesora lo soltó y al instante se le abalanzaron Sol y Julia, dos rubias deportistas bronceadas y bien torneadas, que sólo sabían distinguir palos de hockey de una bocha y automáticamente como cuervos se aproximaron sus amigos, rodeándolo y haciéndolo hablar. Debía parecerle una bienvenida apropiada a nuestro lánguido nuevo compañero de nombre... emm... ah, sí, Franco.
Sin embargo, escudriñando el paisaje con el ceño y la nariz fruncidos, pude entreverlo entre la marea de gente y no lo vi feliz ni satisfecho, más bien parecía aburrido. Miraba hacia abajo y sonreía esporádicamente por cortesía, hasta que sin poder soportarlo más miró a su alrededor y nos vio. Nos vio, a nosotros, los antisociales que no nos habíamos acercado a invadirlo, nos vio a Pablo, a Juan Lucas, a Tomás, Milena y a mí, que también lo miramos. Fue un instante casi cómplice en donde Tomás y yo nos miramos comprendiendo lo asfixiado que debía sentirse Franco, que duró unas milésimas de segundo antes de que volviera su vista hacia sus nuevos amigos otra vez.
Y entonces, pasados unos segundos, sucedió algo extraño. Casi llevándose por delante el cardúmen avanzó hacia nosotros y se sentó al lado de Tomás, mientras sacaba sus cuadernos y se daba vuelta para decirnos un tímido:
-Hola
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