3.4.14

Invitation to the blues



Ella estaba sentada en la barra, revolviendo por inercia su trago, con la vista perdida, añorando el calor que sentía sobre su espalda desnuda cuando él se acercaba con sigilo por entre las mesas del bar y se apretaba a su cintura.
Extrañaba voltear lentamente la cabeza y ver por encima de su hombro aquella sonrisa que le infundía seguridad. Extrañaba también el pestañeo lento de sus ojos, el encogimiento de placer de sus omoplatos, aquel ritual de bienvenida silencioso que se daban y aunque fueran segundos, ese calor, la mano, el pestañeo, la sonrisa y el leve temblor lo eran todo en ese bar.

Ahora ella estaba helada y una sensación de parálisis recorría su espalda. El miedo que había sido su aliado en la expectancia y los alientos contenidos cuando todo aún estaba a tiempo de suceder, hoy mostraba su rostro frío. El miedo hoy era gris desesperanza y respiraba su aliento de hiel sobre su expresión congelada.

¿Acaso existía en el mundo de abandonar la silla?

Abandonarla era dejar de esperar y aceptar que las mayores sensaciones que el tiempo le hizo amar ya no volverían a despertarla con una caricia tibia. Si esa silla ya no existiera su pasado de felicidad se borraría en un segundo y las débiles sogas que la ataban a aquella sobrevida, a aquél sueño en colores, se cortarían como manteca. Seguir petrificada en la barra era la noche desnuda sobre el sucio pavimento, era el mismo viento de la calle abandonada, era la cama vacía y la ventana entreabierta. Los ojos le dolían de tener la vista fija, el rictus de sus labios no sentían ya el roce del cigarrillo apretado entre sus dedos, ni el del alcohol dando vueltas en su copa, ni el de otros labios que no nacieran del recuerdo. Sus manos, tan alejadas de un abrazo y de revolver con ternura su cabello no encontraban su lugar en la escena y lentamente palpaban las llaves en su cartera.

Sería entonces abandonar la silla solo por esta noche, caminar sobre el sucio pavimento, cruzar la calle abandonada y yacer estática sobre la cama vacía mientras una brisa helada se colara en su ventana entreabierta hasta que la mañana durmiera su desesperación muerta, la hiciera olvidar de algunas desesperanzas que la horrorizaban y la preparara para la próxima silla, para el próximo pasado oxidado de bar y el próximo beso de despedida que vivía todas las noches.

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