Dois coisinhas:
1. Ya no me da la cara para decir que esto se terminó acá porque nunca "se termina acá", sin embargo por primera vez me siento extraña al pensar en mis sentimientos. Casi incómoda.
No digo que no haya pasado por diversos momentos y tipos de enamoramiento y que después no haya desembocado en períodos largos e inevitables de negación, enojo y una especie de olvido medio forzado, medio desesperado, medio por obligación. Pero, mm... esta vez no estoy hablando exactamente de ninguna de las dos cosas.
Es más bien una sorpresa, una duda, una descontextualización, una falta de empatía hacia mí misma. Una pregunta: "¿en serio estaba tan hasta las manos?"
¿Por qué me resulta tan raro de repente? Pará, pará, pará... ¿Ya no es más así o qué?
Y bueno, capaz que no. En una de esas esto exigió mis sentimientos hasta su punto máximo y el resto es languidecer. ¿O es que es la lucidez antes del final y ahora va a pasar algo que dé vuelta todo? Lo más extraño es que no sé si sigo queriendo eso que estaba segura de desear más que a nada. Me entristece pensar que algo tan tangible, corpóreo e indiscutible durante tanto tiempo se pueda desvanecer así, con un par de verdades a la cara, con una charla desmotivadora, con tanta certeza toda junta.
Se pinchó la ilusión, se ve.
2. No tengo nada más que hacer. A lo largo de tres años y medio me obstiné con sacar algo en limpio de nuestra relación o al menos de tu relación con vos mismo. Sufrí por las dudas que no me dejaban dormir (o me hacían soñar inevitablemente con vos dos veces por semana), te aconsejé, te seguí, te escuché, te forcé y te perseguí como una stalker para que reaccionaras. Hice todo lo que estuvo a mi alcance, con sus aciertos y desatinos de mujer insistente y enamorada.
Pero más que nada: te romanticé, para seguir adelante, para aceitar la rueda. Te creí capaz de dar the third act twist, ése en el que obtuvieras conciencia repentina, ganas de pensarte y cambiar. De mejorar. De ser feliz.
Qué prepotencia la mía.
Porque en realidad, cuando te ofrecí mi ayuda hace tres años y cuando lo volví a hacer hace una semana, la negaste de la misma manera. Con las mismas palabras. Y estás en todo tu derecho. Quién soy yo para juzgar progresos, está bien.
Pero por eso, repito, no tengo nada más que hacer.
Lamentablemente ahora debo aceptar más que nunca que estás solo. Así como me dijiste que querés aunque te haga mal y te cueste mucho.
Mi oído va a estar siempre, porque así soy yo, pero ya está, te suelto la mano pibe.
Y haber resuelto esto, ¿sabés?, desestimula bastante.
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
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