Sos la realidad de siempre con la que al fin me voy a encontrar. Puedo encontrarnos, lo voy a hacer. O va a seguir siendo imposible, no sé. Pero me emociona pensar que de tanto verte, de tanto vernos, al fin vayamos a conocernos.
Eras un espejo de una fila infinita de reflejos concatenados, uno tras el otro, cada uno más pequeño y más irreal. Te me apareciste enfrente, moviéndote cauteloso entre los vidrios, queriendo ser el primero, ponerte frente a mí y entonces, ser el más real de todos: el espejo que diera vida a los otros espejos, a la cadena de espejos virtuales conectados en un zaguán infinito de deseos, pasiones y sueños terribles, estrellados, fisurados y siete años de mala suerte (me decían siempre, pero yo no dejaba de romperlos).
Lo que nos pasó fue una cadena interminable de repeticiones, de brazos en el mismo lugar (pero al revés), de sonrisas de costado mirando al piso, resignadas a volvernos a cruzar, exclamaciones sin sorpresa, de labios fruncidos, con el mismo ceño pero un poco distinto (en parte porque estabas más cerca y en parte porque eras el más bello de todos).
Lo que nos pasó fue eso, tu voz apacible y la mía cada vez más áspera. Tus ojos cada vez más grandes, a la medida de los sueños que tejimos por separado, repetición tras repetición (los míos cada vez más negros, cada vez más astutos, más indolentes, y con parches en la mirada). Tus gustos modulados, siempre en la misma frecuencia, sobre los mismos pasos del camino de los espejos; y los míos cada vez más parecidos a los tuyos, aprendiendo, reflejo tras reflejo, a levantar el brazo en el momento indicado, a la sonrisa perfecta en el segundo perfecto, a conquistarte una vez más con esa naturalidad de '¿nos conocemos?, claro que no, un gusto'.
¿Podemos volver a darnos la mano? Tengo que aprender a volver a empezar una vez más. Con vos,
tal vez el primer modelo más perfecto y más invisible,
sólo un espejo.
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
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