19.7.14

Errante XIII



Hoy cumplía diecinueve años. El número no le resultaba muy especial, pero sin embargo, había algo emocionante acerca de cumplirlos. Victoria recibió con una ancha sonrisa el saludo de sus dos tías y su abuela, dejándolas perplejas ante su gesto espontáneo de una felicidad tan poco usual.

Su secreto tras la alegría era que la noche anterior había decidido que se iría. Ya no podía más que recordar vagamente la sensación de opresión en el pecho cuando todos los días le resultaban una condena insoportable. Su mirada se había renovado, y, si sabía bien nada había cambiado de un día para el otro, esa rutina se acabaría tarde o temprano. Le parecía increíble que alguna vez eso hubiera sido impensado, que vivir en aquel pueblo rodeada de la misma gente hubiese sido su única opción durante tanto tiempo.

No quería ser injusta con su lugar, y reconocía que no odiaba a nadie allí, que sus tías y su abuela eran aunque estrictas, también justas y amorosas y que no había nada de malo en el ocre de los pastizales al atardecer ni en el olor a asado de los domingos. Simplemente, y este hecho no le resultaba menor, allí no había belleza posible. Victoria sobrevivía día a día adormecida por la falta de cuestionamientos, por su resistencia a la empatía, por la ausencia de emoción. El chiste diario del vecino al panadero no era exactamente malo, pero le faltaba tanta picardía que la pequeña sonrisa de Victoria cada vez que lo escuchaba se había ido transformando en un gesto de hastío gris. Los chicos que se juntaban en el club a jugar a las cartas y tomar mate, eran amigables y vivaces, pero nunca dejaban de parecer perturbadoramente animados por las actividades repetitivas e irrelevantes que llevaban a cabo sin cansarse.
Y, por sobre todas las cosas, ninguno parecía notarla realmente. Por supuesto que la saludaban con una sonrisa cálida de familiaridad y afecto, por supuesto que la invitaban a unirse a todas las partidas de truco. Sus tías le horneaban tortas y su abuela le tejía suéteres de lana todos los inviernos.
En el pueblo, ¿quién podría no conocer su nombre? Ella era la adorable Victoria, la hija de Jorge Deneuve (de · new · be y no də · nœv, por supuesto) , una niña buena y obediente de sus tías, bella y por lo tanto angelical. Seguramente también adoraba ir a la Iglesia y ayudar con las tareas del hogar, sus gigantes ojos café y haber mantenido la buena senda luego de la muerte de su padre lo probaban. No había dudas sobre quién era Victoria, así como no había demasiadas dudas sobre nada.

Durante todo el tiempo que ella podía recordar, no había sentido ni una vez verdadero interés en vivir su vida. No había sentido que el chiste de su vecino fuera realmente gracioso, ni que el mate fuera verdaderamente sabroso. La escuela era tan poco interesante como la idea de abandonarla y su trabajo en la panadería tan duro como la perspectiva de estar ociosa todas las tardes.

Pero hoy era distinto, hoy era posible irse y ser cualquier otra cosa en cualquier otro lugar. Hoy estaba viva y las luces de todas las ciudades brillaban en su imaginación.

Se colocó el delantal y se paró detrás del mostrador como todos los días. Mientras los clientes de siempre aparecían tras la puerta, Victoria perdía lentamente el impulso de la mañana y las potenciales realidades se volvían cada vez más ilusorias.
Tras la puerta, sin embargo, se mantenía la promesa de algo inesperado y revelador y el destino actúa en consecuencia para que aquellos que viven de soñar puedan darle sentido (aunque no sustento) a su actividad preferida.

Un hombre de unos cincuenta años, de piel rosada y nariz pequeña y hundida irrumpió en el local. ¿Quién era? Jamás lo había visto allí.

- Buen día - saludó Victoria

Con una sonrisa nerviosa, el hombre contestó repitiéndo el saludo, pero en un extraño acento. El corazón de Victoria se aceleró. Aquél hombre debía de pertenecer a un lugar muy diferente a aquel pozo.

- ¿Qué desea llevar?

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