Fue mucho tiempo de estar lejos.
No solamente lejos del blog, sino también lejos de una gran parte de mí.
"La felicidad nunca es grandiosa" dijo Huxley en uno de los capítulos finales de Un mundo feliz, pero yo descubrí que la tristeza tampoco siempre lo es.
Viví la mayor parte de mi adolescencia acostumbrada a estar triste, traduciendo con esa emoción el estado de etérea melancolía en el que me encontraba constantemente. Anhelaba aquellas experiencias en las que todos se me aventajaban, repasaba con devoción y melancolía las escenas que por pequeñas que hubiesen sido me acercaban a ese conocer, a ese vivir que estaba buscando. Era capaz de oler en el aire la sutileza del cúmulo de sensaciones que iba descubriendo, y supongo que por no haber sido jamás presa de ningún frenesí narcotizante, tuve tiempo de desmembrarlas en partes y usar toda mi energía restante para escribirlas, bocetarlas, colorearlas, construir sobre ellas en un mundo imaginario y rico (al menos para mí) las historias cuyo aroma advertía en ese inicio, en lo más primitivo de mis emociones.
Después fui perdiendo impulso y ese rincón paulatinamente se fue vaciando, cubriendo de polvo. La necesidad desesperada de volver a ser quien era, me hizo extrañar la melancolía que ahora descubría como feliz, cautivante y positiva. ¿La tristeza era estar triste o no poder escribir? Y mientras la primera se servía de la segunda para aplacarse, la segunda no se podía valer por sí sola en ausencia de la primera, y así odié no tener porqué estar triste.
Tanto lo odié que descubrí un nuevo tipo de tristeza, la tristeza/vacío, que me persiguió durante algún tiempo, hasta que pude volver a llenarla inventándole un presente de pasados y algunos chiches nuevos que complementaban muy bien la fuente de sufrimiento que yo había elegido. No puedo decir que ese 2012 fue un mal año. En materia de mirar al horizonte y esperar cualquier cosa, creo que fue el mejor. Al fin estaba viviendo, en parte, todo aquello que de más chica me fascinaba anhelar.
Pero todo tiene un fin. Y la tristeza e inspiración inventadas que fui gastando en cuotas se agotó el día que el foco principal de mi tan necesario malestar ya no estuvo más. Ningún sentimiento se prolongó en su ausencia más que el desgano y vivir ya no tuvo nada más que ver con escribir ni con imaginar. Me quise devuelta. Más anhelante, más incompleta, con más voluntad de hacer y decir, de inventar, de querer. La vida se me tornó gris y apagada, material y pesada sobre mi espalda. Leí mucho, pensé mucho, resolví, estudié, ocupé mi tiempo y mi espacio, pero de todo aquello no pude escribir una sola palabra.
Me quise devuelta pero no había forma de volver el tiempo atrás, así que me resigné.
Creo que hubo un punto en el que mi vida tan realista dejó de ser un castigo, pero sin transformarse del todo en un motivo para poner mi cabeza de nuevo frente a esta pantalla. Algo me dice que mi vida real empezó a tornarse idílica, incluso poética, por sí sola y no necesitó tampoco ningún escrito que le llenara los blancos. Ninguna ficción nacía para llenar de oportunidad lo imposible. Ningún miedo (de los que tengo hoy, y son muchos) quiso ser eternizado en un papel, porque aquello atentaría a destruir esta realidad, que aunque me cueste aceptarlo con holgura, es la única cosa en la que se puede vivir.
Pero, sin embargo, todavía necesito volver.
No quiero ser otra vez la niña melancólica que no se anima a ser y se vale de una hoja para recrear el bosque.
Tampoco quiero destruir la realidad, anularla, deformarla o ajustarla convenientemente sólo para seguir escribiendo.
Ya no quiero atentar contra mí misma, para salvarme luego en un mundo imaginario.
Y aún así,
más allá de que parecería no haber una reconciliación entre lo material de vivir y de construir todos los días una parcela de felicidad terrenal,
y lo etéreo de detenerse a observar sentimientos que se añejan mientras uno los describe, y que lo añejan a uno en la inmovilidad de pensarlos,
más allá,
necesito intentarlo,
para poder aquí y allá, en la vida y en la hoja,
ser yo.
Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
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