Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Milán Kundera
21.11.09
.Remembering.
VIII
Mi corazón había empezado a latir a un ritmo alocado y mi vista había comenzado a nublarse, experimenté esa sensación de extremos nervios que sólo solía sucederme en los exámenes o cuando me acercaba a él en mis épocas felices, en las épocas en que acercarme a él era algo, desde cualquier punto de vista, favorable y esperanzador, épocas en las que sabía que de él surgiría una buena respuesta y podríamos estar juntos hasta el fin de los tiempos, y que más allá de todo, lo que hiciera, lo haría por estar conmigo.
Ahora no era así. Pensar en su cercanía, allí, cada uno en un extremo de la banqueta, me desesperaba cada vez más y se me hacía un nudo en la garganta al pensar que podía aproximarse. Y sin embargo, a pesar de todo aquello, me aventuré y pronuncié la palabra que temía tuviera la peor respuesta de mi vida.
- ¿Cuándo?
- Cuando comencé a estar solo, encerrado por siempre en esta casa.
¿Solo, por siempre encerrado?
- ¿Cómo?
- Llevo toda la noche tratando de asimilar que ya estás conmigo – lo dijo con pesar, en cada palabra pude ver un esfuerzo sobrehumano por pronunciarla y finalmente una sonrisa de resignación que intentaba esconder algo, lo mismo que había intentado ocultarme toda la noche.
No sabía, no entendía que decía, pero un amargo nudo me cerró la garganta y rompí en llanto, en uno mucho peor de todos los que había tenido en esa cruel noche. Un llanto desgarrador, grité y sentí mis ojos arder. Lloré como nunca, y no sabía porqué. Sola, por siempre encerrada. ¿Por qué? Sola, en esa casa con él, de noche, y por siempre encerrada. Sin relojes, sin el sol, con un piano y su presencia, sin poder ver a mis padres, sin volver a estar con mis amigos a los que no les había dicho adiós.
¿Adiós? ¿Por qué decir adiós? ¿Por qué no escaparme, correr y volver a la fiesta? O adonde sea… ¿Quién me obligaba a seguir allí? ¿Qué me retenía?
El límite.
Me habían secuestrado.
Él me había secuestrado.
Por un fugaz instante me imaginé otra vez en esa playa, vacía y apacible, con el viento frío rozándome la espalda y sola. Libre. Deseé volver a estar ahí, entre gente desconocida bebiendo infelices y enviciando el ambiente. Deseé poder no exponerme una vez más a esa mirada que había extrañado tanto. Que estaba frente a mí y me sacaba de quicio, me hacía sentir deseo, amor, nostalgia y terror. Más que nunca.
Lo miré, su rostro hermoso, su nariz perfecta, sus ojos grandes y expresivos lucían completamente atormentados. No parecía querer seguir reteniéndome allí, lo último que hubiera pensado si no me hubiera dicho eso hubiera sido que pretendía secuestrarme, de hecho parecía querer estar solo cuanto antes. Comencé a desplazarme lentamente hacia atrás del banco y cuando estuve parada me alejé sin mirar atrás, casi corriendo y aún llorando de una manera desconsolada. Él se limitaba a mirarme, parecía más afectado que yo, pero no se animó ni siquiera a detenerme, aunque vio que yo estaba acercándome poco a poco al final de la sala de estar.
En un paso hacia atrás, completamente anegada en lágrimas y sin poder ver ni sentir nada más que ese profundo terror, me tropecé conmigo misma y sentí una punzada fría y repentina sobre mi espalda, y luego con mucha impresión pude ver la causa, cuando el vidrio roto de la puerta del fondo se clavaba en uno de mis brazos. Paralizada y sin poder moverme pude imaginar que miles de esos se estarían astillando en mi cuerpo en lo que duraba mi caída. Y que luego, en el piso sentiría con más realismo aquél dolor.
Grité. Grité hasta quedarme completamente afónica y sentir que perdía de repente todas mis fuerzas para continuar haciéndolo. Grité hasta que lo vi acercarse con miles de cosas en las manos y sentir que me cargaba de regreso a la habitación. Grité, grité y grité hasta desmayarme.
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